Arquitectura dibujada

                 O arquitectura soñada, o arquitectura no construida (si es que a eso se le puede llamar arquitectura). 

Proyectos fallidos, clientes fallidos, arquitecto fallido...

                 Siempre he afirmado que un arquitecto, si pierde una mano,                                         no se queda manco si no que se queda mudo.                Hoy ya no lo diría tan convencido. 

Recién iniciado mi ejercicio profesional irrumpieron los ordenadores en nuestros estudios como un elefante en una cacharrería. Y, mientras nos subíamos apasionados al carro de la pantalla y el teclado, me di cuenta de que pronto perderíamos lo que siempre había sido nuestra seña de identidad: nuestra habilidad (innata o aprendida, que más da) para el dibujo, nuestra imagen siempre asociada al tablero, nuestra personalidad como tipos incapaces de transmitir nuestras ideas si no era con papel y un lápiz bien afilado en la mano.

Hoy las nuevas generaciones son capaces de crear mundos cibernéticos, imágenes fotorrealistas imposibles de distinguir de la realidad... y después tener dificultades para leer un plano o dibujar un detalle si no es tirando de un banco de datos prefabricado.    ¿Cómo narices darán indicaciones a los encargados en obra?    ¿Sabrán que un pilar de hormigón es un sitio magnífico para poder hacerle un detalle al albañil?

Por eso desde el principio hice los bocetos a lápiz. A escala sí, pero a mano alzada. Prohibido el ordenador en esta fase. Y esos bocetos eran los que enseñaba al cliente, sobre los que se discutía y sobre los que el propio cliente hacía sus propios garabatos, croquis sobre croquis, aumentando cada vez un poco la escala y, con ello, el nivel de detalle y la información contenida en el plano. 

Y es que, desde el principio, supe que en esa fase del trabajo sería en la única en la que me sentiría arquitecto.

Aunque sólo fuera un poco.